El blog de la mano que piensa

Queridos pensamientos, estoy dibujando y no os voy a escuchar.

Pez y luna. La mano que piensa.

¡Voy a dibujar! Ains, no…

Al dibujar me he dado cuenta de que yo misma me interpongo demasiado entre mi mano y el papel.
¿Qué ocurre cuando cojo un lápiz y un papel para dibujar?
1. ¿Qué coño dibujo?
2. ¿Por qué no consigo reflejar lo que tengo en mi cabeza en el papel? El resultado no se parece en nada a lo que tenía pensado.
3. Me falta técnica. No sé utilizar realmente los recursos. Ni de instrumentos, ni de perspectiva…
4. Me juzgo y me juzgo y me juzgo y no salgo bien parada de ese juicio.

Vaya, que a priori, es un desastre.

El dibujo como camino

El dibujo es otro de los métodos zen para llegar a la iluminación. El alumno ha de imitar al maestro en todo. Dibujar es una ceremonia en la que no solo es importante el acto de dibujar sino toda la parafernalia: la mesa de dibujo, las herramientas, su disposición y la actitud ante el lienzo. El alumno sigue al maestro y repite una y otra vez el mismo dibujo. Una y otra vez hasta que la mano va sola, hasta que la mente no interviene.
No he probado la técnica de la repetición, aunque en algún momento lo haré. Tiene muy buena pinta.
Pero por lo menos intento liberarme de la mente. No empecé a dibujar por temas de meditación. Solo sabía que me sentía fenomenal haciéndolo y que se me ponían los ojos brillantes y los labios rojos. Pero a medida que he ido aprendiendo otras cosas, he ido viendo cómo lo aplicaba al dibujo y cómo el dibujo también es camino.

Tomar decisiones al dibujar. ¡No es tan importante!

¿Qué dibujo? Lo que quiera.
Estilo niño de 2 años: líneas, trazos inconexos… Da igual el resultado. Lo importante es que disfruto con ese movimiento, con ese coger los colores y que me transporten, moverme por el papel…
Una palabra: jugar con las formas de las letras, con sus curvas y sus rectas, experimentando si esos trazos tienen que ver con el significado…
Una foto de un lugar o de una persona: soltando de forma que no sea necesario que el resultado se parezca al original. En el caso de un rostro la experiencia es más conmovedora: repasas sus rasgos. No conseguiré reflejarlos en el papel, pero me he detenido a observarlos y mi mano ha tratado de seguirlos.
Un sentimiento: colores, formas y espacio. Como siempre, da igual que el resultado no sea bonito. El proceso sí lo ha sido para mi. O tal vez no, tal vez ha sido doloroso. Y también está bien.
Lo que la mano quiere: como la escritura automática.
Un objeto, una sala… da igual.
Otras veces sí que procuro ser fiel a una idea inicial porque si no me da la sensación de que cultivaría demasiado mi lado más «voy hacia donde me lleve el viento». Y también mola trabajar la tenacidad. Te ayuda a saber cuándo hay que cambiar realmente el rumbo. Puedes insistir e insistir, pero si no logras solucionarlo, tendrás que ir en otra dirección. Pero que no ocurra ni antes o después, puede ser interesante.

Queridos pensamientos, estoy dibujando y no os voy a escuchar.

Con el resultado entramos en lo que es bonito y es feo. Lo que está bien hecho y lo que no. Lo que está bien y lo que está mal. Lo respiro y se va, cuando se va. A veces no.
Estoy dibujando por placer, por el camino, no por el fin, la aprobación o aceptación o adulación. Todo lo contrario a lo que nos han enseñado.
Espacio, colores, movimiento y formas. Hago una línea y ya creo dos espacios. Cojo un color y aparece en mi cabeza una flor, una emoción… Trazos rabiosos, trazos tiernos, trazos dudosos…
La mente que se va callando para dejar que la mano hable, que baile sobre el papel.
Y si la mente no se calla y se queja, la miro a ver de qué va, qué me está contando mi ego, qué creencias estoy volviendo a poner en marcha o no he soltado nunca…

El dibujo es lo más parecido al baile dentro de las artes. Espacio y movimiento.
Y estas son las reflexiones. Espero que te animen a dibujar o que por lo menos hayas pasado un buen rato leyéndolas.