De pequeña me dijeron que había que ofrecer el dolor a Dios. Que Jesús había sufrido por nosotros y, de la misma manera, el sufrimiento que yo pudiera padecer lo podía convertir en una ofrenda para la humanidad. En mi cabeza esto se traducía en un saco lleno de los sufrimientos de todos los hombres y las mujeres, que servía como moneda de cambio para la salvación. Me resultaba muy extraño y perverso. No me cuadraba.
Pasé muchos años evitando el dolor con todas mis fuerzas. En todos sus aspectos: físico, mental y emocional. Pastillas y tratamientos de efecto inmediato. Corazas mentales y emocionales. Cualquier cosa con tal de no sufrir. Por supuesto, es una batalla perdida. El dolor siempre está ahí.
Ahora vivo el dolor igual que vivo la alegría. Procuro quedarme. No se puede evitar, así que habrá que mirarlo cara a cara. Conocerlo.
Ahora creo que Jesús no sufrió en la cruz por nosotros. Sufrió en la cruz con nosotros. ¿El hijo de Dios se hace hombre y no sufre? Entonces no se hizo hombre.
Ahora el dolor me hace sentir parte de la humanidad. Mi dolor y el dolor de los demás. Es uno. Todos lo compartimos. Todos sufrimos y todos deberíamos llorar. Llorar, no por nuestros pecados, sino por ese dolor, el de todos. Comulgar con lágrimas. Rendirnos y quedarnos en esa habitación del dolor que estamos acostumbrados a evitar. Quedarnos ahí, mirar qué hay, qué cosas ocurren dentro.
El dolor no debería graduarse. Tu dolor no es más pequeño que el mío. No voy a quitarle importancia a mi dolor porque haya cosas peores. Voy a vivirlo. Precisamente porque hay cosas peores. No me puedo permitir el lujo de no conocer el dolor. No sería humano.
De esta forma, no miraré hacia otro lado cuando tú estés en esa habitación. La conoceré bien y podré acompañarte. Y no faltará amor, ni alegría, porque no habrá miedo. Tal vez sea esta, en el argot católico, la salvación.