Estoy contenta. Mi madre ha vuelto para pasar un rato con nosotros. No hay mucho tiempo. Hay que aprovecharlo. Mis hermanos y yo reímos y charlamos mientras nos preparamos para ir a celebrar con ella. ¡Tengo que pensar qué me pongo! Quiero estar guapa. ¡Ya sé! Me pondré el vestido que compré para su entierro. El dorado y azul que me puse pensando que le encantaría. Así puedo ver si acerté.
Hay un armario lleno de ropa hasta los topes. Cojo el vestido. A mi alrededor mis hermanos y otras personas se mueven, hablan, ríen… Intento quitarme la ropa para ponerme el vestido pero me cuesta mucho. Pido ayuda pero la algarabía impide que me hagan caso. Me quito una prenda y debajo aparece otra. Llevo capas y capas. Varios jerseys y pantalones, faldas… A este paso no lo conseguiré. Mi madre no va a estar mucho tiempo con nosotros y no es plan desperdiciarlo en los preparativos.
Vamos yendo hacia allí mientras sigo quitándome ropa, el vestido se va arrugando en mis manos. Al llegar a la mesa veo que llevo un conjunto bastante mono, más de invierno que el vestido y posiblemente más apropiado. Decido dejármelo puesto y simplemente enseñarle el vestido a mi madre, sin poner. Voy para allá, se lo enseño, ya arrugado, no le hace mucho caso. Habla y ríe, como los demás. Es normal, qué tontería. Con el poco tiempo que tenemos no es plan pararse en algo así. Estoy feliz de poder pasar un rato con ella.
En el escenario un grupo de jóvenes, hombres y mujeres, bailan, cantan y sonríen, ajenos a nuestra alegría. Disfrutan de ellos mismos.
Oigo una voz que puede ser un pensamiento: «Es normal que de jóvenes seamos egoístas. Es necesario para poder hacer cosas en el mundo. Si no, nos quedaríamos pegados a nuestros seres queridos, sabiendo que algún día los perderemos.»
Sonrío.
Foto de Jorge Salvador en Unsplash